jueves, 30 de agosto de 2007

EL VENENO MATA

La negra hinchazón, el estigma que el hombre acababa de descubrir, revelaba la verdadera naturaleza de, su exigencia interior, no menos insaciable y desenfrenada que su lujo exterior. Por redimirse de la pedestre realidad que tanto despreciaba, era por lo que, diariamente, introducía en sus venas el veneno. El amor a lo infinito, el ansia de evadirse del prosaico mundo, podían más que los consejos de los médicos, que las enseñanzas de la experiencia, que dice que no llegan a viejos los morfinómanos.
El veneno también destruye el alma. El sentido moral desaparece. Si lo supiese, comprendería todo por engañar el tedio. La ponzoña que corría por sus venas era la de las civilizaciones avanzadas en su corrupción, el idealismo prisionero de la materia, el ansia que busca, la realidad, flores de más ancho cáliz, placeres desconocidos... Era la Quimera también, la Quimera mortal.
Bajo el afeite que reavivaba los colores de la tez, un observador ya hubiese discernido letal huella, signo de irremediable descomposición orgánica. Tal vez había principiado a usar la droga, obligada por una de esas catástrofes morales que no dan lugar a la prudencia y sólo reclaman un olvidadero, aunque sea transitorio. La droga no se limita a producir esa peculiar embriaguez venturosa, esa euforia que tiende un instante velo de luz sobre la opaca vida: suprime la memoria de lo reciente, aboliendo así, en una especie de inconsciencia dulce, la razón del dolor humano. ¡Dolor que se olvida, dolor que ha dejado de existir!
Tampoco se daba cuenta de que el mal iba en aumento, que la dosis ha de subir para producir su contingente de felicidad satánica. No sabía hasta qué punto, al través del cuerpo, ataca al espíritu la droga, cómo aniquila las facultades afectivas, cómo anestesia la conciencia. No sabía, después de los períodos de postración que sufría, cuán extrañas impulsividades, cuán loco remolino de antojos alza su polvoreda turbia. No sospechaba (correspondiendo a las feas bolsas de piel dura, como lardácea) otra deformación psicológica. El alma se ensangrentaba en la lucha del que, advertido, amonestado por médicos, no puede vencerse, y si se priva del veneno, siente la necesidad de sustituirlo por caprichos, extravagancias, el goce maldito de hacer sufrir... Aunque Silvio era complicado, no abarcaba la complicación de Espina, su goce en el pesimismo, su desprecio sarcástico de toda bondad y de toda fe, ni menos suponía cuál era el ideal monstruoso -irrealizable dentro de la civilización, semejante al de las reinas y heroínas fabulosas, decapitadoras del hombre con quien han palpitado-, de la Porcel herida de muerte. Aquella soñadora, a quien la morfina había abierto breves instantes el paraíso, guardaba particular rencor a los que sólo se lo habían hecho entrever; y cuando fumaba, muda, entornando los ojos, veía entre nubes de púrpura tiendas asirias, cabezas exangües que agarraban por los negros cabellos blancas manos, y suspiraba, porque ya el mundo antiestético ha olvidado los ritos de la fábula hermosa y cruel...


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